jueves, 10 de noviembre de 2011

Austerlitz


¡Qué distinta habría podido resultar la Batalla de los Tres Emperadores si los prusianos se hubieran unido a los austriacos y rusos! Cierto que incluso sin ellos no tenía por qué suceder lo que sucedió. Alejandro fue el gran responsable de la tragedia. Consideró la ocasión favorable. Napoleón, habiendo sufrido grandes pérdidas y destacado muchas tropas para asegurar la línea de enlace, se encontraba ahora en inferioridad numérica. Si el zar hubiera esperado a que se le juntara un ejército ruso ya en marcha y las tropas del archiduque Carlos, la superioridad de los aliados hubiese sido aplastante.

Napoleón lo reconoce, no sin preocupación. Varios de sus mariscales le aconsejan la retirada. Sin embargo, el emperador ni se lo plantea. Va contra su natural proceder abandonar sin lucha el campo al enemigo. Así que recurre a la astucia. Cuando el 27 de noviembre de 1805 tiene la certeza de tener enfrente al mismo Alejandro, toma la pluma y escribe al zar una de esas cartas magistrales que tantas veces surtieron efecto; luego le propone una entrevista. Hace como si todo lo cifrara en alcanzar un compromiso y como si pensara realmente en la retirada. Entretanto dispone movimientos de tropas encaminados a concentrar en torno a sí todas las fuerzas disponibles. Quiere la batalla. Y Alejandro le hace el gran favor de aceptarla, incluso la precipita: concibe, interpretando falsamente los movimientos de Napoleón, el plan de envolver su flanco derecho para cortarle toda posibilidad de retirada. Quiere aniquilar al odiado corso, y arde en deseos de ceñirse las sienes con la corona de laurel.

No obstante copia tan mal a Napoleón que éste, observando el 1 de diciembre desde una loma con su anteojo las maniobras preliminares, exclama con gozosa excitación:

—¡Qué chapucero movimiento! Van a caer en el lazo. Antes de la tarde de mañana ese ejército será mío.

Enseguida toma sus medidas. Una tranquilidad serena se apodera de él, y el atardecer de ese día lo pasa a la mesa frugal conversando sobre Racine y Corneille, sobre el sentido y el valor de la tragedia. No le dura mucho el descanso. Cargada de tensión transcurre la noche fría del 1 al 2 de diciembre. No bien apunta el alba, comienza la batalla. Sobre los valles, velando los movimientos de las tropas, se cierne al principio la niebla. Pero desde las alturas se abre paso el sol con promesas de un día radiante. Temprano se ponen en pie rusos y austriacos; esta vez no se les escaparán los franceses. La noche anterior Napoleón ha anunciado con suficiente claridad sus disposiciones. Está plenamente seguro de sí mismo.
—¡Adelante, señores, acabemos esta batalla con el estallido de un trueno! —dice a sus generales en la arenga de la mañana.


Mediante convenientes movimientos de su ala derecha incita a Alejandro a perseverar en su proyecto. Pero al mismo tiempo, en una determinada fase de la batalla, prepara un golpe mortal. Desde las alturas de Pratzen, de las que se ha apoderado, irrumpe en el centro enemigo, debilitado por la tentativa envolvente, y lo desbarata en el acto. Una tras otra envuelve las alas del desquiciado ejército y las machaca en toda regla. Los austriacos y los rusos buscan la salvación en la huida a la desbandada; el sueño de Alejandro queda en un general “sálvese quien pueda”. Este giro ha tomado ya la batalla a primeras horas de la tarde.

Esta su más brillante victoria la celebra Napoleón en una proclama en la que dice a sus soldados:

—Estoy contento de vosotros. Habéis cubierto vuestras águilas de gloria imperecedera. Al que diga en Francia “Estuve en Austerlitz”, se le responderá inmediatamente: “He aquí un valiente”.

En adelante se tomará por símbolo el Sol de Austerlitz, tanto más cuanto que el día de la batalla coincidió con el aniversario de la coronación y el mismo tiempo hizo en ambos días.

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