Hacia 1150 los caballeros Templarios inventaron un ingenioso sistema para proteger a los viajeros cristianos de los salteadores de caminos. Se les ocurrió que si los peregrinos viajaban sin dinero ni objetos valiosos, no podrían ser atracados. De acuerdo con este sistema, antes de emprender el viaje la gente depositaba cuanto tuviera de valor, incluyendo títulos de propiedad, en cajas que custodiaban los Templarios. A cambio los caballeros les entregaban una nota con un código cifrado. Cuando el viajero necesitaba dinero durante el camino, lo solicitaba en efectivo en la encomienda local. Allí recibían la cantidad necesaria y un nuevo código que era escrito en la nota original. A su regreso, todos recogían sus pertenencias valiéndose de la misma nota o pagaban su factura. De ese modo, el único método para despojarlos del dinero era descifrar el código, algo prácticamente imposible. El sistema empleado por los Caballeros Templarios fue, por tanto, una especie de tarjeta de crédito.
El gran número de establecimientos de las que disponía la Orden favorecía las operaciones de pago en toda la Cristiandad. Las encomiendas y otras casas pertenecientes a los Templarios inspiraban aún más confianza que la relativa inviolabilidad de monasterios y abadías. No sólo se las sabía construidas por inteligentes ingenieros y defendidas por los más valerosos caballeros, sino que las personas que les confiaban sus bienes estaban seguras de que les serían devueltos llegado el momento. Los depósitos afluían a los establecimientos de la Orden. Incluso los príncipes estaban convencidos de que sus joyas estarían allí mejor protegidas que en cualquier otro lugar. El rey de Inglaterra Juan sin Tierra y su sucesor Enrique III colocaron su tesoro en el Temple de Londres, y el rey de Francia en el de París. En el siglo XIII tanto el humilde como el poderoso recurría a la Orden para esas cuestiones. Sin embargo, los Templarios no siempre fueron capaces de proteger el capital depositado en sus casas. Hay un documento de 1255 solicitando la devolución de una cantidad de plata que sugiere que un padre y un hijo lograron robarle al Temple en Pisa.
La Orden del Temple ofrecía servicios parecidos a los de cualquier banco actual: transferencias, pagarés, alquiler de cajas fuertes, planes de pensiones y depósitos de alta rentabilidad. Todo se hacía respetando las disposiciones eclesiásticas sobre el préstamo con interés y la usura. Para esquivar los preceptos, los Templarios no cobraban intereses, sino rentas o alquileres. Y no les interesaban sólo los grandes clientes, sino que también prestaban sumas módicas a personas no muy pudientes. En estos casos solicitaban el aval de una persona solvente.
Los Templarios introdujeron también la cláusula penal: si la suma prestada no se devolvía el día establecido, se cobraba un suplemento como multa.
En cualquier caso, la Iglesia solía hacer la vista gorda ante sus negocios. En 1139 Inocencio III publicó una bula que les concedía una serie de privilegios sin precedentes: se les permitía atravesar fronteras, no pagaban impuestos y se situaban por encima de cualquier autoridad excepto la del Papa. A principios del siglo XIV habían llegado a ser la empresa bancaria más importante del mundo.
Cualquiera que fuera la razón que justificara estos privilegios, el Temple acumuló gran poder e influencia. Construyeron iglesias y castillos, compraron tierras, granjas y fábricas y participaron en el comercio internacional y los negocios de importación y exportación. Alan Butler afirma que “se calcula que tan sólo un escaso 5 por ciento de los caballeros de la Orden luchaban en el frente”.
Cada país tenía un maestre templario que ejercía la autoridad sobre los caballeros de cada encomienda. Sobre todos ellos estaba el gran maestre, elegido de forma vitalicia, quien también se encargaba de controlar los negocios de Occidente gracias a los cuales se mantenían las Cruzadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario