En el capítulo dedicado al legado de Roma, H. S. Chamberlain aborda la época en que los emperadores dejan de ser exclusivamente de sangre itálica y entran en escena, bajo la púrpura imperial, mandatarios de otros orígenes. Tiene palabras admirativas para el español Trajano (que llevó al Imperio a su más brillante apogeo), para caer, a renglón seguido, implacablemente sobre el sanguinario monstruo siriaco-púnico conocido en la historia con el apodo de Caracalla. Este Caracalla, de origen sirio (aunque nacido en Lyon) y cartaginés (o sea púnico), es decir semita por los cuatro costados, es famoso en los anales de Roma por un edicto por él promulgado por el cual otorgaba el derecho de ciudadanía a todos los habitantes (libres) del Imperio. De golpe, en palabras de Chamberlain, Roma dejaba de ser Roma. Y sigue así: Durante mil años exactamente, los ciudadanos de Roma (y después, poco a poco, en virtud de una equiparación gradualmente acordada, aquellos de las demás ciudades de Italia y de algunas ciudades extrapeninsulares que se quería recompensar) habían gozado de ciertos privilegios; pero los habían merecido, tanto por las responsabilidades cuya carga asumían como por su dura e incesante labor, coronada por un éxito maravilloso. A partir del edicto de Caracalla Roma estuvo en todas partes, es decir, en ninguna. (...) La concesión del derecho de ciudadanía trajo otra consecuencia: simplemente, no hubo más ciudadanos. (...) La misma palabra civis (ciudadano) es sustituida por la expresión subjectus (sujeto), hecho tanto más sorprendente que la noción de "sujeto" es tan extraña a todos los representantes de la raza indoeuropea como a los de la gran monarquía: encontramos, pues, en esa transposición de un concepto jurídico, una prueba irrefutable de la influencia semítica.
Y añade H. S. Chamberlain en una nota a pie de página: Algunos historiadores han indicado, sino la significación verdadera del "generoso" edicto del año 212, por lo menos su objetivo inmediato, sus razones fiscales. El principal impuesto directo del Imperio consistía en un derecho del 5% sobre las sucesiones, que sólo concernía a los ciudadanos romanos. De un trazo de pluma, Caracalla, al convertir en ciudadanos a todos los habitantes, extendía ese impuesto a todos los traspasos de propiedades que se llevaban acabo entre sus sujetos; y por añadidura lo subía de un 5% a un 10%
Y concluye citando a otro historiador conocedor del tema: Caracalla se había propuesto como meta la destrucción de Roma con todo lo que sobrevivía de la cultura griega. Esta tentativa se llevó a cabo sistemáticamente bajo la capa de bellas frases tocantes a la religión de la humanidad y de la ciudad universal. Es así como bastó de un sólo día para aniquilar Roma para siempre, y es así como Alejandría, el centro del arte y de la ciencia, fue también, y sin haber siquiera sospechado la suerte que le esperaba, víctima de la bestialidad que negaba razas, patrias y fronteras. (...) ¡No olvidemos nunca, no olvidemos ni un sólo día que la sombra de Caracalla planea por encima de nosotros y que sólo espera la ocasión para cometer sus fechorías! Antes de repetir los lugares comunes humanitarios que ya estaban de moda en Roma en los salones semíticos hace 1800 años, y que no son menos engañosos hoy como entonces, haríamos mejor en decir con Goethe:
Debes elevarte o abismarte,
Debes dominar y ganar
o servir y perder,
Sufrir o triunfar
Ser yunque o martilloNo resuena todo esto a nuestros oídos bastante familiar? ¿Hace falta ponerles nombres, en nuestro panorama nacional y europeo, a los actuales Caracalla? La verdad es que nos encontramos inmersos en el nefasto sistema de los nuevos Caracalla, que buscan, como el original, la destrucción del edificio de la civilización mediante la implantación de esa doctrina semítica de la igualdad de los hombres, de la solidaridad entre todos los pueblos, de la armonía entre las razas, de la fraternidad universal (la Alianza de Civilizaciones, la Paz Perpetua, etc...), esa criminal y aberrante demagogia que busca la sumisión definitiva de estirpes nobles y convertirlas en un rebaño dócil a sus amos, pretendidamente naturales: la supuesta aristocracia racial que anunciaba Kalergi.
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